SOFISTICADA SOLEDAD.
Librería con olor a viejo, titila el hábito
cortesano de sus invitados, colados, como el fluorescente del cartel de la
calle, que caía muerto, que ironía, era un julio frió, donde la gente usaba la
única campera gruesa de corderoy comprada en verano, en alguna liquidación de
shopping Asunceno, tal vez para algún viaje hacia el sur que nunca tuvo salida,
o simplemente para rellenar esos espacios vacíos de ropero y profesar a tener
más. La calle era de todos, volaban
estáticas bufandas prolongadas, multicolores y pavorosamente gruesas que
formaban parte del cuerpo trepadas como serpientes vivas. Ingrese tácito como
siempre a la Librería, en realidad siempre ingresaba como fantasma a las
tiendas y lugares públicos, espiando y jugando a ser espiado, mis pasos eran
consecuentes y parecía siempre saber hacia dónde iba, cuando en realidad, era
que me encontraba perdido desde el cruce de los detectores antirrobo y guardias
de seguridad.
Escondida entre las paginas amarillentas de los libros de compra-venta posaba como estorbo, María, una chica risueña y fina, de cabello castaño y lacio, que leía a García Márquez en la misma plaza a la misma hora todos los santos días, y en los endemoniados también. Sobre ella posaban pósters de ediciones de la década del 50, alguna que otra foto ya despintada de algún héroe de guerra, frases fanáticas de lectura, y sus consecuencias, acompañadas por caricaturas de escritores latinoamericanos que nadie conocía por rostro. Vestía formalmente y de colores oscuros, cualquiera diría que era fanática de alguna de esas iglesias llena de tarados esquizofrénicos que ven un punto en el cielo y en masa se prenden fuego y no era lo suyo Cosmopolitan. La Pose del librero, era un hombre anciano que propagaba aroma a polilla y masajeaba una esfera de goma amarilla que lo ayudaba a circular la sangre por su ya desbastado cuerpo bizantino, bueno a todos nos tocara. Era pétrea. Solía darme cuenta de cómo miraba a María, con desconfianza y de reojo, con placer y sometimiento. Sentía celos y los libros se convertían en armas letales, en mi cabeza. María rozaba sus manos buscando encontrar la energía de los libros sin descubrir sus palabras impregnadas, olía siempre a libros y a papel de arroz, exquisita, de una mirada tiernamente conmovida por la última novela de amor que posaba todavía en su cama de sabanas blancas y ositos de peluche, quizás su única compañía desde hacía ya muchas noches, pensaba. Sus movimientos parecían practicados y perfeccionados, desde el de sus dedos finos como agujas hilando las hojas de pergamino, hasta el de sus pies que jugaban al tobogán subiendo y bajando, con un estruendo aparatoso del cartílago del tobillo, le producía cierta satisfacción, se notaba que era el único deporte que practicaba.
Yo parado, detrás del escaparate con la misma revista de ayer, intimidado por los libros gruesos y discos de vinilo que ni el más sordo de los hombres escucharía, no porque eran de malos autores o por su contenido, sino porque su calidad se había diluido en el tiempo de revoluciones tecnológicas, tenía el mp3 encendido en el bolsillo que gritaba su presencia entre mi pulóver azul marino y mi bufanda negra, repitiendo el eco de la melodía del chill out retorcida con tango y blues, y el eufonía se dirigía a María, sin medida.
Solía ocurrirme que siempre parado allí, en ese metro cuadrado perpetuo, “sonaba” el teléfono móvil agitándose entre mis piernas, siempre a la misma hora, siempre la misma voz, y siempre la misma respuesta, el mismo tono, el mismo buzón de voz. No contestaba por temor a encontrar la atención de María, era feliz en esos 15 minutos de transparencia, disfrutándola. Además que era caer en un recurso fácil para que me observe, aunque siempre se me batían los músculos del muslo y era una sensación desagradable para la ocasión y el momento mágico. En momentos solíamos cruzarnos la mirada, y mi corazón se aceleraba como pique en pistas clandestinas y no solía frenar en las curvas, quedaba perplejo y anonadado, encantado, desviaba la mirada hacia la misma revista de ayer, tan aburrida tan desapercibida y volvía al punto de partida. Conquistaba las pocas palabras que asimilaba dibujando con los ojos la figura de María, su rostro sus manos sus pies. Como un ñandutí azul tejía mariposas alrededor de ella, la hacía flotar de entre los libros y recordaba el mar que yacía desde hace tiempo en mis recuerdos y que absorbía el invierno aparente de la calle trasladándome a alguna playa paradisíaca del Pacifico, tomados de la mano, María y yo. Despertaba con el chasquido amorfito del librero, y con los ojos para adentro discrepaba el hecho de hacerlo de esa manera, y cazaba con la mirada todo el perímetro de la librería, cuando denotaba el Plas! de la puerta de ingreso. Y la ausencia de Maria.
Escondida entre las paginas amarillentas de los libros de compra-venta posaba como estorbo, María, una chica risueña y fina, de cabello castaño y lacio, que leía a García Márquez en la misma plaza a la misma hora todos los santos días, y en los endemoniados también. Sobre ella posaban pósters de ediciones de la década del 50, alguna que otra foto ya despintada de algún héroe de guerra, frases fanáticas de lectura, y sus consecuencias, acompañadas por caricaturas de escritores latinoamericanos que nadie conocía por rostro. Vestía formalmente y de colores oscuros, cualquiera diría que era fanática de alguna de esas iglesias llena de tarados esquizofrénicos que ven un punto en el cielo y en masa se prenden fuego y no era lo suyo Cosmopolitan. La Pose del librero, era un hombre anciano que propagaba aroma a polilla y masajeaba una esfera de goma amarilla que lo ayudaba a circular la sangre por su ya desbastado cuerpo bizantino, bueno a todos nos tocara. Era pétrea. Solía darme cuenta de cómo miraba a María, con desconfianza y de reojo, con placer y sometimiento. Sentía celos y los libros se convertían en armas letales, en mi cabeza. María rozaba sus manos buscando encontrar la energía de los libros sin descubrir sus palabras impregnadas, olía siempre a libros y a papel de arroz, exquisita, de una mirada tiernamente conmovida por la última novela de amor que posaba todavía en su cama de sabanas blancas y ositos de peluche, quizás su única compañía desde hacía ya muchas noches, pensaba. Sus movimientos parecían practicados y perfeccionados, desde el de sus dedos finos como agujas hilando las hojas de pergamino, hasta el de sus pies que jugaban al tobogán subiendo y bajando, con un estruendo aparatoso del cartílago del tobillo, le producía cierta satisfacción, se notaba que era el único deporte que practicaba.
Yo parado, detrás del escaparate con la misma revista de ayer, intimidado por los libros gruesos y discos de vinilo que ni el más sordo de los hombres escucharía, no porque eran de malos autores o por su contenido, sino porque su calidad se había diluido en el tiempo de revoluciones tecnológicas, tenía el mp3 encendido en el bolsillo que gritaba su presencia entre mi pulóver azul marino y mi bufanda negra, repitiendo el eco de la melodía del chill out retorcida con tango y blues, y el eufonía se dirigía a María, sin medida.
Solía ocurrirme que siempre parado allí, en ese metro cuadrado perpetuo, “sonaba” el teléfono móvil agitándose entre mis piernas, siempre a la misma hora, siempre la misma voz, y siempre la misma respuesta, el mismo tono, el mismo buzón de voz. No contestaba por temor a encontrar la atención de María, era feliz en esos 15 minutos de transparencia, disfrutándola. Además que era caer en un recurso fácil para que me observe, aunque siempre se me batían los músculos del muslo y era una sensación desagradable para la ocasión y el momento mágico. En momentos solíamos cruzarnos la mirada, y mi corazón se aceleraba como pique en pistas clandestinas y no solía frenar en las curvas, quedaba perplejo y anonadado, encantado, desviaba la mirada hacia la misma revista de ayer, tan aburrida tan desapercibida y volvía al punto de partida. Conquistaba las pocas palabras que asimilaba dibujando con los ojos la figura de María, su rostro sus manos sus pies. Como un ñandutí azul tejía mariposas alrededor de ella, la hacía flotar de entre los libros y recordaba el mar que yacía desde hace tiempo en mis recuerdos y que absorbía el invierno aparente de la calle trasladándome a alguna playa paradisíaca del Pacifico, tomados de la mano, María y yo. Despertaba con el chasquido amorfito del librero, y con los ojos para adentro discrepaba el hecho de hacerlo de esa manera, y cazaba con la mirada todo el perímetro de la librería, cuando denotaba el Plas! de la puerta de ingreso. Y la ausencia de Maria.
PARTE II
En uno de esos días tropecé con el anciano en
su búsqueda, y este, aulló al presionar los dedos de sus pies con mis zapatos
de gamuza beige como las paredes de la librería, obviamente quede a palmearlo
por la espalda mientras arremetía contra mí mismo por ser partícipe de ese
accidente, en voz alta tratando de humillarme para que el librero quede
satisfecho, pero en el fondo no importaba mucho ni el pie del anciano y mucho
menos humillarme repitiendo que tonto soy. Salía buscando su aire, ya sin
esperanzas de encontrarla en la playa que se volvió calle, respiraba al
invierno, confuso y sutil. Fui caminando tomando el camino más largo a casa,
imaginándome su rostro en cada faro del alumbrado público, cruzando avenidas y
calles perdidas, como inventando ciudades y a sus habitantes.
Al llegar, a la casa, frente a la puerta, sentí el zumbido de la realidad que me descoloco en las persianas semis abiertas mirándome desde adentro, y se abrió sin darme cuenta, cuando veo a Soledad, decir, - Te llame, y no respondiste, como siempre.
Con las manos en la cintura y vestida con el camisón azul con flores amarillas, solía ocurrirme que la imaginaba en medio de un circo haciendo piruetas para viejos verdes, que tiraban billetes de 10 mil guaraníes en busca de su satisfacción visual.
Respondía generalmente con paciencia y de un tono de voz amable y sumisa.
Al llegar, a la casa, frente a la puerta, sentí el zumbido de la realidad que me descoloco en las persianas semis abiertas mirándome desde adentro, y se abrió sin darme cuenta, cuando veo a Soledad, decir, - Te llame, y no respondiste, como siempre.
Con las manos en la cintura y vestida con el camisón azul con flores amarillas, solía ocurrirme que la imaginaba en medio de un circo haciendo piruetas para viejos verdes, que tiraban billetes de 10 mil guaraníes en busca de su satisfacción visual.
Respondía generalmente con paciencia y de un tono de voz amable y sumisa.
-Es que venía en el micro 23 y no escuche, mi
vida
-Esta bien mi sol, confesaba con complacencia.
Sin contenido sin alma, sin ruido. Solía seguir prontamente con un beso lleno de pasión más que de amor, ella sabía que en noches como esas convertíamos el dormitorio en un campo de batalla, en una lucha de a dos, sin tregua y sin descanso, en mano a mano sin ellas, convirtiendo la cama en el ring principal, pero no en el único. Creo que por ello nunca me ha puesto entre la espada y la pared con respecto a esa rara manía que tenia de desaparecer ese tiempo. Quizás estaba satisfecha corporalmente más que emotivamente, quizás estaba como yo, y ella también tenía sus momentos de disolución de esta relación intrépida y sensualmente feliz por fuera. No es que no la quería, la admiraba, era hermosa y una buena madre de clase media, pero no satisfacía las inquietudes de mi corazón, si lo hacía en la cama.
Generalmente después de hacer el amor con Soledad, nombre del cual su madre se había arraigado después de haber tenido una decepción amorosa en la década de los 70 cuando el auge de los hippie y el boggie andaban correteando a escondidas por las calles de la Asunción “de naranjos y flores”, de caperucitas rojas y grupos esporádicos de comunistas leninistas. Comía, si, el hambre era una de esos placeres post-orgásmicos que tenia, eran varios pero este era como el de más intensidad. Me sentaba sobre el mueble de la cocina viéndola prepararme algún que otro sándwich de tomate y queso con la camisa azul marino que había usado en mis horas laborales que tiernamente fue transmitida hasta ella para que los vecinos no notasen las pecas de sus senos, su piel irradiaba la suavidad como hecha de seda y tulipanes rosados escondidos celosamente en jardines occidentales, con sus cabellos húmedos caídos hacia la frente, se veía tan sensual, tan mujer.
Retuvimos mucho la transmisión del calor de nuestros cuerpos así que el frió ya no luchaba en adentrarse en nuestras médulas. Compartíamos ese momento mientras ella tomaba un vaso de agua de la canilla, mirándome, hablándome con los ojos, llenos de deleite. Sabíamos que todo se reduce a unas horas a un poco de pan, a la luz que ensucia el amanecer en el secreto del silencio que envuelve las escasas razones, los pequeños infiernos. Los días eran recurrentes a veces, jugábamos a ser una familia sub. Urbana en meriendas y cenas con amigos y sus parejas correspondientes, vaya, que eran cenas, donde dominaban mas vinos y cervezas de diferentes marcas, nacionales e internacionales que comida, terminando peleando y deseando a la mujer del otro. Gracias a la apertura de los sentidos por medio del alcohol.
-Esta bien mi sol, confesaba con complacencia.
Sin contenido sin alma, sin ruido. Solía seguir prontamente con un beso lleno de pasión más que de amor, ella sabía que en noches como esas convertíamos el dormitorio en un campo de batalla, en una lucha de a dos, sin tregua y sin descanso, en mano a mano sin ellas, convirtiendo la cama en el ring principal, pero no en el único. Creo que por ello nunca me ha puesto entre la espada y la pared con respecto a esa rara manía que tenia de desaparecer ese tiempo. Quizás estaba satisfecha corporalmente más que emotivamente, quizás estaba como yo, y ella también tenía sus momentos de disolución de esta relación intrépida y sensualmente feliz por fuera. No es que no la quería, la admiraba, era hermosa y una buena madre de clase media, pero no satisfacía las inquietudes de mi corazón, si lo hacía en la cama.
Generalmente después de hacer el amor con Soledad, nombre del cual su madre se había arraigado después de haber tenido una decepción amorosa en la década de los 70 cuando el auge de los hippie y el boggie andaban correteando a escondidas por las calles de la Asunción “de naranjos y flores”, de caperucitas rojas y grupos esporádicos de comunistas leninistas. Comía, si, el hambre era una de esos placeres post-orgásmicos que tenia, eran varios pero este era como el de más intensidad. Me sentaba sobre el mueble de la cocina viéndola prepararme algún que otro sándwich de tomate y queso con la camisa azul marino que había usado en mis horas laborales que tiernamente fue transmitida hasta ella para que los vecinos no notasen las pecas de sus senos, su piel irradiaba la suavidad como hecha de seda y tulipanes rosados escondidos celosamente en jardines occidentales, con sus cabellos húmedos caídos hacia la frente, se veía tan sensual, tan mujer.
Retuvimos mucho la transmisión del calor de nuestros cuerpos así que el frió ya no luchaba en adentrarse en nuestras médulas. Compartíamos ese momento mientras ella tomaba un vaso de agua de la canilla, mirándome, hablándome con los ojos, llenos de deleite. Sabíamos que todo se reduce a unas horas a un poco de pan, a la luz que ensucia el amanecer en el secreto del silencio que envuelve las escasas razones, los pequeños infiernos. Los días eran recurrentes a veces, jugábamos a ser una familia sub. Urbana en meriendas y cenas con amigos y sus parejas correspondientes, vaya, que eran cenas, donde dominaban mas vinos y cervezas de diferentes marcas, nacionales e internacionales que comida, terminando peleando y deseando a la mujer del otro. Gracias a la apertura de los sentidos por medio del alcohol.
Ahora bien, retornando a lo hermoso, el rostro de María era la que dominaba todo el
circuito de mi mente, a pesar de esos momentos de ensayo de familia en una
escenografita compuesta y casi sofisticada. Los fines de semana eran eternos,
no sucedía como ocurre con muchos paisanos míos citadinos, que lo único que
deseaban era que el fin de semana se prolongue aun mas para reforzar los
instintos carnales y viciosos, a veces en el afán de reposar por un rato mas y
despertarse a las 12 del medio día para frenar lo cotidiano, lo robótico, yo
deseaba adentrarme a un vulgar lunes y saber que de allí en más tendría mis
encuentros clandestinos durante 4 días más con ella. Ansiaba el mar de micros y
personas sudorosas que aromatizaban el ambiente en un javorai (mezcla en el
idioma guaraní) de perfumes falsificados y a cuerpo. Sabia aun que el
sentimiento que me ubicaba junto a ella era solo el hecho de pensar en ella, y
que nunca, el destino nos uniría en aquel paseo por la playa paradisiaca del
Pacifico. Quizás en algún momento fuimos uno, pero no era suficiente mis
reverencias hacia ella para seguirla y hacerla volar, pensaba en momentos de
ira y cuando no la encontraba.
PARTE III
La imagen retumba en el interior silencioso
del alma y de la Librería, los oídos parecen comprimirse hacia las paredes
donde posa el alma y Cortázar, rasgan las virtudes de los dioses que posan
sobre la mesa de luz de noche vestida de mesa de Lectura, de la habitación que
posee una ventana vacía a la bahía de Asunción, que era la sala de Novelas,
donde la luna acaricia con desengaño al agua quieta del verano Rio, aun
sometido al retumbante sonido de la noche posterior a esta locura, aun sumiso
al olor de ella en mis arenales de nostalgia, nostalgia inútil que se
transforma en ira, y la ira se transforma en un juego, donde al azar, va
eliminando jugadores arrancándoles partes de sus miembros imaginarios y
convirtiéndose en dragones chinos asesinos. Era la Librería sin dudas el lugar
de nacimiento, La imagen de una madre
que vira mirándote mientras paseas por el departamento de Ventas contando las baldosas y buscando detalles
constructivos, de arista a arista yendo a algún que otro encuentro clandestino,
una sociedad de altos niveles de estradiol, de fugases intereses mediáticos y
una infinidad de toneladas de mediocridad cibernética, mientras dos chicos sentados
en el área de lectura dejan los libros mientras sonríen frente a sus Smartphone
y consumen el Wifi Gratis, son de tribus inventadas para sofocar las ataduras
constantes de los nostálgicos como yo. Toc, toc, escucho retumbar la madera
mientras me sofoco en los pasillos, el eco se incrusto en mi cabeza como si me
pegasen con un matillo de ideas, de colores bonitos y formas fantásticas que se
deforman como las palabras, María, parada frente a mí a 30 cm de distancia, su
puño cerrado rojizo en los nudos después de
golpear la madera Caoba, su voz, aquella voz
-Hola, ¿ puedo ayudarlo?
La mire como de reojo, con desconfianza, buscando el lado de la
broma, se me erizo la piel y mis pupilas se inyectaron con lagrimas
humedecidas que pedían salir, que
emoción carajo, me dije a mí mismo, la dirección del viento de su hola me
convoco todas mis sensaciones, ella y yo, juntos en palabras, bajo el mismo
metro cuadrado.
Di media vuelta y al vacio fui.
De seguro me recuerda en sus horas de morriña falsa, de noches
donde buscan un trocito de mi alma, pensé al cerrar la puerta vidrio de la Librería.
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